Obtuve mi licenciatura en una universidad pública. El mayor desafío para avanzar de un semestre a otro consistía en aprobar los exámenes finales, que por lo general se realizaban los sábados. Mis compañeros de clase se habían solidarizado conmigo y se resistían a rendir exámenes en sábado. Sin embargo, lejos de conmoverse por este hecho, un profesor decidió que todos los exámenes de su materia se llevarían a cabo en sábado, sin opción a cambio. Mis compañeros ya no pudieron seguir apoyándome, ya que se verían afectados. Hablé con el profesor, pero me dijo que las preferencias religiosas de sus alumnos no eran más importantes que los exámenes finales.
Nunca había asistido a un examen en sábado, por lo que oré y le pedí a Dios que me ayudara de alguna manera para no tener que hacerlo. La primera vez reprobé la materia por haberme ausentado, y lo mismo sucedió en una segunda y una tercera oportunidades. La cuarta vez también tendría el examen un sábado, y si reprobaba sería suspendida durante un semestre. Me sentí triste porque no podía darme el lujo de perder un semestre. Llegó el día temido y no acudí a presentar el examen; temí las consecuencias que tendría que afrontar.
El lunes siguiente consulté a mis compañeros respecto al examen y me dijeron que el profesor no había acudido porque había dejado de trabajar en la institución. Otro profesor haría el examen durante la semana. Presenté el examen y finalmente pude aprobar la materia.
No tengo palabras para agradecer la misericordia de Dios, aunque sí puedo testificar que a través de la vida he comprobado cómo ha resuelto cada situación que me ha afectado, por más difícil que me hubiera parecido en su momento.
El versículo de esta mañana es uno de mis favoritos, porque me ayuda a recordar que Dios tiene el control de todo lo que sucede en el mundo, y que lo único que debemos hacer es confiar plenamente en sus promesas. Entonces, él obrará de acuerdo con lo que sea más conveniente para nosotros. Agradezco de todo corazón a Dios por ello.